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Un disco doble, veinte canciones, una narración.

Un disco doble, veinte canciones, una narración.
Brighton 64 se sube a El Tren de la Bruja de la mano de Carlos Zanón.
Te subes al tren de la bruja y todo es rápido y excitante, Rai. Y vas dando tumbos y hay gritos y noches y luces y alcohol y drogas y brazos enroscados a tu cuello y camas y locales de ensayo y salas pequeñas a rebosar y resacas y viajes en moto y el vagón de tu tren de la bruja baja a toda velocidad contra ese muro y sabes que vas a romperte la crisma, que lo has apostado todo a un número y vas a perderlo todo mientras sientes que lo ganas pero en el último momento, no importa, no importa en absoluto, en el último momento, sigues corriendo, traqueteando sobre raíles, la maldición de los 27, de los 37, de los 1.007.
El tren de la bruja no tiene gobierno, va hacia el abismo: alas de cera, alcohol, música, entusiasmo, polvo blanco y cuando casi notas el impacto, el tren de la bruja gira a un lado y sigue el viaje en círculo alrededor de tu sueño: no quieres, no te pareces a nadie, que nada sea nunca aburrido, gris, mezquino o triste. Tu vida, Rai, tan intensa como una canción. Que empiece y suene arriba, fuerte, ruidosa y arrolladora, y que cuando acabe vuelva a sonar otra vez. Has sobrevivido, y eso que debería ser una buena noticia, veinte años después, resulta que no lo es.
Se acaban las fichas. Se apagan las luces. Nada de lo que tenías antes de subir te sirve. Y al bajar, no llevas nada en los bolsillos. Crees que podrás reinventarte, dejar lo que, de hecho, ya te ha dejado: vida de civil. Pero no eres así. Te despiertas y, Rai, eres la cucaracha del puto cuento. Rehuyes mirarte en el espejo. Te sientes como alguien que no debería estar ahí, en medio de todo, estorbando, creado para algo que ya no existe. Eres inútil. Eres lento. Eres malo. Eres olvidadizo. Eres resentido. Eres egoísta. Eres predecible. Pierdes las llaves. Olvidas los aniversarios. Llegas tarde al trabajo. Y cuando te llevas a la boca cualquier cosa, nada sabe cómo sabía. Creíste que siempre encontrarías el camino hacia casa pero no, un día te abren la puerta, te dejan entrar, vives entre los tuyos pero apenas consigues convencerlos de que eres quien ellos esperan que seas.
Tú eras el más listo, el más rápido, el más talentoso, el más guapo de todos, el que sabía dominar el caballo loco.
Ahora ya no eres nada de eso.
Suena el inventario de propiedades y lealtades.
Tengo mujer e hijo. Mi mujer se llama Sonia, mi hijo, Nico.
Tengo mujer e hijo y un trabajo.
Tengo mujer e hijo y un trabajo y un lugar llamado casa.
Tengo mujer e hijo y un trabajo y un lugar llamado casa pero no siento nada de lo que debería sentir.
En el pasillo me cruzo con Nico y bajo los ojos.
En la cama, entre las piernas de Sonia, cierro los ojos.
En el trabajo, entre las bromas y los gritos, giro los ojos y me miro las manos y pienso en trastes y acordes y canciones y en todas aquellas tormentas que sabía convocar.
La vida es algo más que estrofa estribillo estrofa solo y estribillo. Más que intensidad, entusiasmo, desespero, alegría y hogueras en medio de la ciudad. La vida no sólo pasa dentro de ti.
Matarse es no firmar armisticios, renunciar a la lucidez de la derrota.
Tenía una banda que se llamaba Capitán Garfio.
Deberíamos haber dejado que Garfio matara a Peter Pan.
Que Garfio diera caza a Peter Pan.
Que el tiempo atrapara a Peter Pan y le cosiera su maldita sombra, toda su mierda naranja.
 

 
Todos somos dos, por eso sólo podemos traicionarnos.
Es tan bueno, Rai, que ni siquiera es tuyo: Capossella.
Sonia sonríe compasiva cuando sacas la funda de la Gibson de debajo de la cama. Nico bromea cuando tratas de enchufar el jack al pequeño ampli Marshall. No importa. Quizás olvides hacer la compra o dónde dejaste las llaves pero no olvidabas ni un compás de miles de canciones que hicieron de la vida algo puro y brillante. Los dedos, aún torpes, se deslizan arriba y abajo por los trastes en busca de aquellas viejas tonadas, casi tropezándose con trozos, retazos de antiguas melodías, canciones propias, de otros y notas algo que al final casi habías olvidado: tú eras ése y no cualquier otro. Secuencias de acordes, la espuma de la melodía, palabras letales como asesinos, la conexión perfecta con el caos de dentro de su corazón y su cabeza.
Mientras se aleja la nave espacial, miras abajo y ves esa vida portátil para tipos portátiles. No es nada malo, es sólo que en esa vida portátil no estabas tú.
Sonia ama a otro con tu nombre y apellidos.
Nico hubiera preferido a otro padre que no fueras tú.
Eres un experto en decepciones.
Pero “All or Nothing” o “Carnation” suenan de muerte.
Invocas a la magia y la magia acude a ti.
Una vez más.
Sonia piensa que te refugias en las respuestas fáciles de la adolescencia.
Lo sabes, ¿y qué haces tú, Rai? Escribes una canción. La primera en veinte años.
La idea te ronda desde hace días, pero la otra tarde, tumbado en el sofá con la guitarra desenchufada, viendo la tele, cualquier cosa que dieran, los viste: Elwood y Jake, Jake y Elwood. Cortando cadenas a los esclavos, reuniendo a la banda. Todo el mundo a la calle, todo el mundo sabe qué ha de hacer. Ha llegado el Juicio Final. Estamos todos condenados pero suena música, nuestra música, la música implacable que nos hace distintos, casi invulnerables.
¿Por qué no?
¿Por qué no volver a tocar?
¿Por qué no?
¿Por qué no reunir a la banda?
¿Por qué no probar volver a ser alguien?
¿Por qué no demostrar que uno sigue sin ser como ningún otro?
Después de la peli, enchufaste la guitarra, ligaste un buen riff, empezaste a canturrear preguntándote quién mató al gato, quién hizo qué. Lo grabaste con el móvil.
Hiciste una llamada. Luego, otra.
¿Me vas a liar, verdad?
¿Por qué no?
¿Aún estará aquel póster de Samantha Fox en las paredes de aquella sala?
Ha sido fácil reuniros. Los Capitán Garfio están en la puerta de un local de ensayo rodeados de chavales con sus fundas de guitarra y sus bromas y sus latas de cervezas. Es como en aquellas películas de atracadores que después de muchos años se reúnen para un último golpe. Excitante. No falló nadie. Caras ajadas de niños convertidos en adultos, aparece aquí y allá el brillo o la mueca del adolescente que tan bien conoces, Rai, después de horas de furgoneta, habitaciones compartidas, actuaciones y broncas.
El resto de la banda casi le reprocha haber tardado tanto en hacer lo que estaba haciendo.
Todos esperaban que regresara de dónde estuviera.
El primer ensayo es brutal.
Y el segundo y el tercero.
Alguien propone grabar algo.
Una única actuación.
Una mentira con la que evitar la mueca de condescendencia o reproche de Sonia.
Y desde ayer, de entre los muertos, la flecha en la Diana.
Continuará…
 
Portada: El Marqués
 


Carlos Zanón (Barcelona, 1966). Poeta, novelista y crítico musical y literario. Es autor de poemarios como Banco de Sangre o Algunas maneras de olvidar a Gengis Khan y de novelas com No llames a casa o Yo fui Johnny Thunders.  Su última novela es Taxi (Editorial Salamandra).

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