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La guerra contra el gusto

Durante una época no muy lejana de mi vida quise diseñar una fórmula que me ayudase a obtener objetivamente un segmento de música molable. Un canon del gusto. No riais, cabrones. ¿Por qué no puedo ser Harold Bloom por un día? Hay vicios peores, mucho más insalubres. A mí todavía no me ha dado por correr 60 kilómetros por el bosque.
El caso es que caminando, con el cerebro vacío, pensando y pensando, salió esto:

  • Cosas que no estén muy bien producidas (de 1, al borde del lo-fi, a 5, producciones brillantes, limpias y odiosas).
  • Cosas que no sean muy épicas (de 1 a 5, donde 1 representa una canción con un único cénit o estribillo, y 5 los aullidos afectados de Chris Martin o el solo de November Rain).
  • Cosas de fórmula popular (donde en el 1 encontramos un ritmo sencillo que parece caminar y en el 5 a Emerson Lake and Palmer interpretados por Steve Vai).

Todo esto se sumaría y haríamos una media (dividiendo por 3, cuidado). Después, al número resultante le aplicaríamos dos multiplicadores: uno quedaría definido por la marginalidad de los oyentes (donde del 0 al 1 caminaríamos por segmentos sociales de menos a más acomodados); el segundo multiplicador ponderaría la probabilidad de difusión masiva (de 0 a 1 mediríamos su potencialidad de ser masticada y devenir Hype).

Durante una época no muy lejana de mi vida quise diseñar una fórmula que me ayudase a obtener objetivamente un segmento de música molable. Un canon del gusto

El resultado sería un coeficiente CMG o Cociente de Molabilidad del Gusto. Cerca del 0 encontraríamos cosas aceptables y junto al 1 cosas absolutamente nocivas para los humanos. Música para regalar a tus enemigos.
Le comenté un día a Balfa la idea, medio borracho, y se rió de mí con aire enciclopédico:
-Esto ya lo intentó Rudovic Alastair Honeywell, discípulo de Malthus. Su idea era crear unos ciertos parámetros para la eugenesia.
No, no dijo esto, Rudovic no existe, es trola, pero levantó las cejas de una manera que me hizo reír mucho. Mucho rato. Al explicárselo, todo me pareció más allá del ridículo. La idea tenía sentido de tan absurda que era. Demostraba exactamente lo contrario del que lo que pretendía probar. Y es que hay cosas inobjetivables.
-Ve a dormir, Carlos. Mañana será otro día.
Y otro día me explicaron, en un libro muy básico sobre redes neuronales, lo que es un sistema lineal y lo que es un sistema caótico. Y esto no tiene nada que ver con el postmodernismo y la postverdad, os veo venir. Va de un sistema medible, que ofrece resultados invariables en función de lo que entra, y de otro inabarcable, por el exceso de variables y por nuestra incapacidad para el conocimiento total.
En este segundo grupo está el gusto. No se meten dos o tres inputs por un agujerito y se obtiene un resultado determinado. Es como la meteorología, o como el amor. ¿Qué se considera y qué no se emplea en la aplicación de nuestros criterios? ¿Qué cribamos en el momento mismo de la aprehensión? ¿Cuál es el umbral de desempeño de cada variable? ¿Porque algunas variables entran pero no obtienen ninguna reacción? ¿Porque estas variables activan procesos neuronales de rechazo o aceptación? ¿Porque algunas variables no funcionan por separado, y por qué sucede lo contrario y hay casos en que la concurrencia es total pero aún así la música no funciona, no es para tí? Porque a Caitlin Moran y a gente absolutamente fiable les gusta Lady Gaga o Madonna? Porqué nos gusta a todos Franco Battiato cuando a simple vista se ve que es snob, ridículo y afectado?

¿Porque algunas variables no funcionan por separado, y por qué sucede lo contrario y hay casos en que la concurrencia es total pero aún así la música no funciona, no es para tí?

Y en este punto, la descripción de los gustos me recuerda a un relato económico. Siempre se construye a posteriori. Una búsqueda de argumentos para justificar lo que ya se ha concluido con anterioridad. Intelectualmente, eso es trampa.
Estos pensamientos hacen que uno analice el pasado con una total desconfianza y se encuentre a sí mismo excesivo y cómico. Se ve de lejos una gran farsa de distinción, segmentando tanto como hemos sido capaces. Elitizando hasta decir basta. Pero los años imponen distancia, y la distancia ayuda a la reinterpretación. Y además ya no hay tribu delante, no hay que seguir haciendo equilibrios. Nadie mira ya.
Claro que tampoco hay que pasarse. No hace falta una rectificación milenarista. Y pienso en los que han enloquecido y han quemado toda la música de influencia colonialista, (de prescripción anglo, americana, de clase media, indie caca culo), y ahora hacen como que huyen de su clase social mirando todo lo que pueden hacia abajo y hacia afuera (los guetos del tercer mundo) para terminar construyéndose nuevos gustos ultra-segmentados y paradójicamente pijos, aunque procedan de conurbaciones deprimidas que no pisarán nunca. Mecanismos extraños de diferenciación llevan a un nuevo esnobismo a los snobs que huyen de su antiguo esnobismo. Y es que todo esto va de una actitud y de un proceso de producción, y no de una música determinada.

Mecanismos extraños de diferenciación llevan a un nuevo esnobismo a los snobs que huyen de su antiguo esnobismo. Y es que todo esto va de una actitud y de un proceso de producción, y no de una música determinada

Hemos dado un poco de pena, sí, pero no pasa nada. Por suerte ha venido gente humilde y sabia a decirnos que no, que no molamos nada, y que lo más probable es que no hayamos molado nunca, pero no nos lo han dicho así. La gente no quiere escuchar a quien cuenta la verdad directamente:

Las subculturas musicales existen porque los instintos nos dicen que ciertos tipos de música son para ciertos tipos de persona. Pero esos códigos no son siempre transparentes. Una canción nos atrae por su ritmo, su estilo, su calor, su idiosincrasia o porque su cantante tiene un no sé qué; escuchamos la música que nos recomiendan nuestros amigos o prescriptores culturales, pero resulta difícil no darse cuenta de cómo esos procesos son un reflejo de nuestra forma de autodefinirnos y, al mismo tiempo, contribuyen a ella, o hasta qué puntos nuestro personaje encaja con nuestros gustos musicales. Esto se pone de manifiesto más claramente que nunca en la guerra de identidad que es el instituto, pero la música nunca deja de ser insignia distintiva. Con la retórica inconsciente del rechazo (“eso es pop quinceañero”, “eso sólo le gusta a los hippies”, “eso es música para violadores”) cerramos las puertas de los clubs de los que no queremos formar parte.

Este es Carl Wilson en su Música de Mierda. Un manual escolar de ética musical para adultos.
Pero todo esto, me gustaría añadir, no se puede explicar igual aquí que en Norteamérica: viene de un cierto momento histórico en que a través de los gustos te colocabas a la contra de un consenso muy central y monolítico. El gusto te diferenciaba (esto quizás tuvo un sentido, en la España gris post-transición). Hubo un tiempo que el gusto era una construcción de heavy research y horas. Pensemos en una mixtape transatlántica, viajando en barco dos semanas. La réplica a un correo manuscrito por parte un chico de British Columbia que se llamaba Tim y que tenía un sello con dos amigos y editaba casetes de grupos de Cornwall de pee-pop.

Hubo un tiempo que el gusto era una construcción de heavy research y horas. Pensemos en una mixtape transatlántica, viajando en barco dos semanas

Esto derivó en un tipo de fórmula de autoafirmación y difusión. Red y subcultura decimos ahora para dignificarlo (y de acuerdo, también). Conocías a N, de gustos potentes, sabías que le gustaba esto y aquello, y que por lo tanto, si a un fanzine o una conversación de bar, hablaba de los Philipeens, vaya, había posibilidades de que molasen. Bastantes.
Pero esto era antes, y si retiramos el filtro nostálgico, no era necesariamente mejor. Era antes y ya. Ahora en lugar del puto esnob de turno como yo, hay algoritmos de recomendación. Y para criticar este extremo no es que me falten ganas, pero tendría que ponerme a criticar el progreso, y no me da tiempo ahora. Lewis Mumford otro día. Promise.

Foto de portada: Primera maqueta de Fugazi (Cortesía de Corey Rusk)


Carlos Alonso (Barcelona, 1974)

Carlos_alonsoFue, durante un tiempo, crítico amateur comprometido con el arte y la rectitud, lo cual le llevó a rechazar contratos millonarios para escribir en Rolling Stone y Cosmopolitan. El episodio más relevante de su etapa como crítico es que una vez, en un concierto de SNFU, un grupo de Zaragoza le buscó para pegarle por una reseña algo excesiva. No pudieron encontrarle. De ahí que aún siga vivo. Ahora ya no escribe, vive en la montaña con su cuarta mujer, rodeado de sus siete perros. Talla a mano bastones y destila licor de flores. Es relativamente feliz. Ah, también cantó en ODG, creo que corría el año 1956. No recuerdo mucho más.

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